Mi viaje, como el de tantos otros que han pasado y pasarán por esta experiencia, comienza a bastantes kilómetros de la sierra. En mi caso concreto, en un pequeño pueblo del norte de Extremadura. Son las 7 de la mañana y me monto en el coche, comienzo mi viaje en un estado de mucha excitación ante la incertidumbre de lo que me espera algunos kilómetros más abajo. Tras un par de horillas de viaje me encuentro con un mensaje: “Viajero, estás cruzando La Mancha” que de alguna manera parecía advertirme de la pequeña aventura que estaba a punto de vivir.
Poco a poco me voy encontrando en carreteras más y más pequeñitas y tranquilos pueblos donde parece que la vida pase a cámara lenta. Tras una recta casi infinita comienzo a divisar la sierra, por la que mi pequeño coche empieza a trepar lentamente hasta meterse en un pinar, donde un montón de pajarillos parecen darme la bienvenida canturreando al son de ese hermoso color azul que se baña en el embalse del Tranco.
Y sin apenas darme cuenta, debido al embobamiento que tengo por los nuevos paisajes que observo por primera vez llego a mi lugar de destino: PONTONES.
Allí me esperan dos compañeros a los que, como me pasará con toda la gente que conoceré allí, saludo todavía con la timidez característica de quién aún no es consciente de que tiene delante a dos personas de las que se va a llevar un gran recuerdo.
Por fin llego al hacking por primera vez, y rápidamente deslizo mi ojo hacia el telescopio para ver lo que hay al otro lado: 4 pollos de Quebrantahuesos descansan dentro de la cueva; y me sorprendo ante la fragilidad que transmite un ave cuando todavía no es capaz de hacer aquello para lo que ha sido diseñada: volar. Después de conocerlos y observar como curiosean por la cueva en busca de comida y buenos lugares en los que sentirse más protegidos del mundo que les rodea, echo un vistazo a mi alrededor, y me veo envuelta por la sierra, sus olores y sus sonidos, con los que conviviré durante algo más de quince días.
Durante este período también tendré tiempo de conocer a otros entrañables compañeros de trabajo: el pequeño mosquitero que buscaba, incansable, comida a nuestro lado; ese pinzón descarado que se asomaba con curiosidad al hide; el Pito real, que a menudo se reía divertido ante mis infructuosos intentos por verlo; Martirio y su compañero, dos culebreras que cazaban sobre nuestras cabezas al atardecer; la miedosa lagartija colilarga que trataba de pasar desapercibida entre la vegetación, y por supuesto, aquel atisbo de esperanza que de vez en cuando volaba orgulloso por el valle: Tono. Todos ellos, compañeros que uno tiene el privilegio de conocer cuando su lugar de trabajo es un pequeño rincón de la Sierra de Segura.
Después de varios días trabajando llegó uno de los momentos más especiales que he vivido allí: el primer vuelo de uno de los pollos, protagonizado por Marchena. Siempre había imaginado que el primer vuelo de un ave de estas características sería más bien torpe y pesado, precisamente por eso cuando la vi planeando de aquella manera tan elegante y serena, como si fuese una pluma dejándose llevar por la brisa, me invadió una sensación que me pareció similar a la que pueda sentir una madre al ver a su pequeño dar los primeros pasos. Cuando uno trabaja tantas horas observando a estas criaturillas, inevitablemente establece un pequeño vínculo con ellas, de manera que cada momento se vive de una manera más intensa de la esperada, es por eso que, el hecho de que aquella pajarilla tímida, que por momentos parecía carecer de sangre fría, me sorprendió con aquel acto de inusitada valentía.
Pero sin duda, si hay una imagen que se me ha quedado grabada en la retina esa es la de Viola, también en su primer día de vuelo, que tras desaparecer algunas horas de nuestra incansable mirada, apareció con las últimas luces del atardecer, aleteando en la lejanía. No pude evitar emocionarme al ver lo simbólico de aquella imagen; estaba allí posada, en un pequeño altillo del cortado, iluminada por los últimos rayos de un sol que se metía ya a descansar tras una dura jornada de trabajo, y el viento la acariciaba, como si la quisiera recompensar por aquel hito que para estos animales marca el inicio de una nueva etapa. Con su mirada perdida en la lejanía, parecía estar reflexionando sobre lo que significaba aquella hazaña; me sentí intrigada ante lo que podría estar pasando por aquella cabecita, y aunque nunca lo sabré, su gesto me recordó a ese sentimiento propio de cuando uno se da cuenta de hasta donde es capaz de llegar…. Y durante aquellos minutos, una palabra revoloteaba nerviosa en mi cabeza: libertad.
Han sido 15 días de trabajo, pocas horas de descanso, muchas de calor y grandes madrugones mañaneros, pero desde luego, el hecho de pensar que de alguna manera he aportado mi granito de arena para tratar de conseguir que el día de mañana este animal surque el cielo de la sierra, no como un extraño, si no como un habitante más, hace que desde luego haya merecido la pena; y más aún teniendo en cuenta que he estado rodeada de personas que me han acogido con una calidez inesperada para una persona de tierras más norteñas, con las que he compartido momentos muy especiales y que han dibujado una sonrisa permanente en mi cara.
Nos volveremos a ver en algún lugar del tiempo.